martes, 2 de noviembre de 2010

Jhhuuhhushiihh

Se oyen vestigios de un viciado madero sobre las pétreas alturas, las huellas del ebrio acuchillado, las bragas de la monja besando a Cristo. Se me vuela la mortalidad, la despellejada piel molida por los tábanos estacionales, las secas fuentes óseas resquebrajándose con el trinar incansable de las mañanas. Se me adelantan las pisadas y los campos floridos en llamaradas carnosas, los carruajes moribundos se detienen por una caña de vino, las mariposas molidas por las manos infantiles dan su último saludo al tercio de sus antenas, los perros callejeros sacuden sus garrapatas a los ostentosos Mercedes Benz, las abuelas abandonadas dan un grito a los naufragios de sus úteros, una niña corre descalza por un quemante campo de girasoles, un joven escapa a los sonidos costeros dentro de un marisco. El acantilado es naranjo, y los sueños azules, los pensamientos torbellinos, y los árboles sacuden las orquestas hacia las curvas nerviosas de tu columna. La espuma del mar nos abriga los labios y el oleaje nos persigue los latidos, el viento nos sacude los cabellos y arroja nuestras penas como deshecho a los picos de las gaviotas. La abismal vena de las hojas es el refugio donde mojamos nuestros pies y donde, de vez en cuando, envíanos mensajes en migas de pan y sueño a las barcas del destino. Apoyados sobre la rama de un eucalipto, unas jirafas queman los cielos y nosotros pensamos en la furia de los salmones, en la espiral atada a nuestros cuellos, en la sombra de un abrazo, en la búsqueda del pergamino disperso entre los granos de la playa, en la persecución del índice al pulgar, en el cosquilleo sonoro de las pestañas en las rocas, en el agitar rayado de pelicanos fulgurosos quebrando el cielo opaco con su lluvia de plumas breves.


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